Llegaron
a su país en otoño, casi un año después de aquel encuentro. La joven extranjera
se cubría con chales y con mantas en el fondo del carruaje. Atravesaron las
montañas, pasaron por Suiza, por el Tirol. En Viena los recibieron el emperador
y la emperatriz. El emperador se mostró generoso, tal como se describe en los
libros escolares. Le dijo: «¡Vaya usted con cuidado! En los bosques adonde él
la lleva, también hay osos. El es uno de ellos.» El emperador sonreía. Todos
sonreían. Se trataba de una atención especial: el emperador se permitía una
broma con la esposa francesa del guardia imperial húngaro. La mujer respondió:
«Intentaré domesticarlo con la música, Majestad, como hizo Orfeo con las
fieras.» Viajaron a través de prados y bosques que olían a fruta. Cuando
cruzaron la frontera, desaparecieron las montañas y las ciudades, y la mujer
rompió a llorar. «Chéri —dijo—, estoy mareada. Aquí todo parece
infinito.» Se mareaba con lo que veía, con la simple vista de la llanura
agonizante, cargada con el aire pesado del otoño que lo cubría todo, con
aquella llanura vacía donde ya habían recolectado todo, con aquella llanura por
donde avanzaban durante horas infinitas sin ver ni siquiera el camino, donde
sólo se divisaban las bandadas de grullas en el cielo, donde los maizales ya se
encontraban devastados, como después de una batalla, cuando incluso el paisaje
cae herido tras el paso de las tropas. El guardia imperial no respondió,
callaba en el fondo del carruaje, con los brazos cruzados. A veces subía a uno
de los caballos y cabalgaba al lado del vehículo, durante horas. Miraba su patria
como si la viera por primera vez. Miraba las casas blancas, con ventanas de
persianas pintadas en verde, bajitas, con porche, las casas donde se alojaban
por las noches, las casas de sus compatriotas, aquellas casas escondidas en el
fondo de los jardines, con sus frescas habitaciones, donde todos los muebles le
resultaban conocidos, incluso el olor de sus armarios. Miraba el paisaje, cuya
soledad y tristeza le tocaban el corazón como nunca: miraba los pozos con
cigüeñal a través de los ojos de su esposa, los páramos, los bosques de
abedules, las nubes rosadas en el cielo crepuscular, encima de la llanura. La
patria se abría delante de ellos, y el guardia imperial sintió, entre fuertes
latidos de su corazón, que el paisaje que los recibía representaba también su
destino. Su esposa permanecía sentada en el fondo del carruaje, en silencio.
(Sándor Márai: “El último encuentro”)
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